Los héroes perfectos me aburren

Siempre me han aburrido los héroes perfectos. Esos que nunca dudan, nunca se equivocan y siempre saben lo que hay que hacer. Los que parecen hechos para cumplir una profecía más que para vivir una vida. Son cómodos de admirar, pero imposibles de creer. Me interesa mucho más aquel que tropieza, que falla, que se deja arrastrar por el miedo o el orgullo. Los héroes que se parecen más a las personas que conocemos, o incluso a nosotros mismos, son los que de verdad dejan huella en mi.

La perfección, en la narrativa, es estática. No cambia, no evoluciona, no genera conflicto. Y sin conflicto no hay historia. Lo fascinante de un héroe no es su virtud, sino cómo la pone a prueba. Los personajes más memorables no son los que siempre hacen lo correcto, sino los que se enfrentan a la tentación de no hacerlo y aun así avanzan. La caída, el error o la duda no los hacen menos heroicos, los hacen humanos.

En El Devorador de Virtud he intentado explorar precisamente eso: héroes que no lo son del todo. Personajes que se mueven entre el bien y el mal, que toman decisiones difíciles y a veces moralmente cuestionables. En ellos hay intención, pero también contradicción. Creo que esa tensión, entre lo que uno quiere hacer y lo que acaba haciendo, es donde se encuentra la verdadera profundidad de un personaje.

Para mi, la perfección no inspira, solo distancia. Un héroe perfecto no nos enseña nada nuevo. En cambio, un héroe imperfecto nos obliga a mirar nuestras propias sombras, a reconocernos en sus errores y a preguntarnos qué habríamos hecho en su lugar. Y quizá, en ese reflejo, encontremos algo de lo que la fantasía siempre ha buscado mostrar: que el valor no consiste en no caer, sino en levantarse con todas las cicatrices a la vista.

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Por qué las novelas deben tener algo que decir